abril 5, 1984

Ciudad Abierta

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Cuando nos ponemos a redactar este artículo, que se propone informar acerca de algunas de nuestras obras, no podemos dejar de preguntarnos a quiénes nos hemos de dirigir, cuáles han de ser nuestros interlocutores.

Bien sabemos que una obra arquitectónica ya edificada, por el puro hecho de levantarse en su lugar, abre a una interlocución. A una interlocución con nuestra condición humana. Precisamente con la condición de que habitamos. Pero nos decíamos que un artículo no puede –sin más– entrar en semejante interlocución. El no es una obra, por mucho que hable de ella y acompañe su exponer con toda suerte de material fotográfico o de dibujos. Luego, si un artículo no entra en interlocución con la condición de habitar, ha de entrar con quienes construyen dicha condición: los arquitectos. Pues es su oficio. Pero, al decir oficio, de inmediato surge algo que hay que aclarar. Pues el oficio entraña una relación. Una con lo más hondo de la condición humana. Que es poseer la palabra. La cual es de naturaleza poética. De suyo esplende en los poetas. Por lo tanto, un oficio es la relación de un determinado quehacer, que abre una determinada habilidad y que alcanza a situarse ante el esplendor de la palabra poética. Asunto este que puede resultar falso o ridículo a pocos o a muchos, abriendo así un dilema: el oficio es o no es una relación con la palabra poética.

Un dilema obliga a tomar posiciones. Nosotros hemos optado por quedar desnudos ante la palabra poética. Ella nos advierte, con Rimbaud, que palabra y acción no riman ya como en tiempo de los griegos, que no rimarán más, que la palabra irá delante de la acción. Ello abre un vacío bajo nuestros pies. Y nosotros en este momento pretendemos construir una interlocución con la gente del oficio de arquitectos a través de dicho vacío. Propósito que es lo opuesto a entablar una polémica, o intentar disuadir o persuadir. Ni menos proponernos, sin quererlo, como modelo de algo o de alguien.

Lo que puede hacerse con un vacío bajo los pies es, simplemente, exponer. Luego debemos construir un real acto de exponer. Y la poesía viene a advertirnos al respecto: el hombre habita porque lleva consigo una cuota de desconocido que siempre le permanecerá como tal, que siempre se expondrá como desconocido.

Las obras que queremos exponer son unas que han querido vivir estas afirmaciones antedichas. Ellas pertenecen, edifican, la Ciudad Abierta. Que es ciudad porque es un lugar. Uno que se ordena por la fidelidad. Y que es abierta porque es fidelidad a la palabra poética. A la Ciudad Abierta la llamamos «Amereida»; por aquello de América y la Eneida. La hemos llevado adelante con nuestros propios medios y edificado con nuestras propias manos. Pues de dicho modo podemos proceder sin miramientos ni compromisos con terceros, y venir a quedar desnudos ante el orden mismo que concebimos.

Así hemos podido adquirir unos terrenos a orillas del Océano Pacífico donde la playa se vuelve arenales y éstos, primeras pendientes de la Cordillera de la Costa. Hemos podido levantar unos quince edificios que habitamos. Y que pueden verse desde el camino que atraviesa los terrenos y que corre desde Valparaíso al norte del país, a unos cuatro kilómetros de la desembocadura del río Aconcagua. Todo ello ha sido posible por el azar que hace ya unos treinta y tres años nos juntó con poetas, escultores, pintores, ocasionalmente filósofos, diseñadores y sin precaver futuros sino que ateniéndose a la palabra poética que hace del tiempo presente un presente regalo, hemos permanecido juntos hasta hoy. Creciendo de diez a cincuenta. Esta presencia del presente nos lleva a que miremos dónde estamos: América. Desde la visión de Amereida. La cual nos invita a recorrer nuestro continente a fin de reconocer su desconocido. Viajes que llamamos «Travesías».

Este artículo lo escribimos, ahora, en la Travesía del Paraná. Asunto éste que es para otra ocasión. De este modo la Ciudad Abierta es un jalón que levanta una Travesía –podemos decir–, ella es el primer jalón de Amereida. Fue iniciada a continuación de la primera Travesía, hace unos veinte años, que partió de un extremo –Cabo de Hornos– a la capital poética de Amereida, quicio entre la pampa y la selva: Santa Cruz de la Sierra.

Durante las Travesías los poetas detienen y los arquitectos realizan un primer gesto. Construyen la propia posición de sus cuerpos dando algunos pasos. Los que vienen a otorgar un  tamaño. El arquitecto oficia su dar casa al acto de habitar, desde el hecho de construir tamaños.

Así pues, cada obra que levantamos en la Ciudad Abierta ha partido de un tal detenerse y cobrar un tamaño. Los modos de proceder, han sido, ciertamente distintos cada vez. Pues la palabra poética nunca lleva a repetir; lo que nos hace ir excéntricos dentro de nuestro propio oficio. Por eso, esos pasos nuestros al detenernos, no pueden alcanzar un modo culminante, dado que ello es algo inherente a lo concéntrico y no a lo excéntrico. El Renacimiento –a nuestro parecer– esplende en un modo culminante: el de plantarse de pie, elegantemente erguido. Y desde lo erguido el Renacimiento construyó ese orden suyo de frontalidades.

Luego las obras las concebimos y ejecutamos a partir del acto de detenerse erguidos o no, y hemos de buscar los elementos –pavimentos, muros, vanos, cielos, cubiertas– que enmarquen los pasos dados. En la fidelidad al tamaño que dichos pasos construyen. Una obra es así la relación entre pasos fuertes y enmarcamientos que tratan de alcanzar la fidelidad. Y no al revés: que es partir de los enmarcamientos, ellos mismos determinados por la producción y que sólo pueden entregar por ende interiores resultantes. Tal cosa es, para nosotros, un mero edificar y no oficiar la arquitectura. Oficiarla pide, que para que construyamos pasos con tamaños, al ser detenidos por la palabra poética, que edifiquemos nuestros propios cuerpos. A fin de que ellos alcancen a ser cuerpos en Travesía.

Es que al detenernos siempre hacemos un giro, breve, imperceptible. Detenernos, de suyo es en giro. Para nosotros esto es también sin culminación. No se da aquello del giro «cortés» de los Triunfos de Petrarca. Giro que abre a la concepción de la naturaleza como paisaje –a nuestro entender. Y en la cual vivimos hasta el momento, a decir verdad.

Las obras las construimos así, en la fidelidad a un tal giro no culminante. Para ello echamos mano a cuanto pueda quedar al alcance de nuestros medios. Que en gran medida es también lo que nos aportan los amigos. Así vamos levantándolas, día a día, en medio de la peripecia propia a todo quehacer, que es con alegrías, desilusiones, iras… De suerte que desde el primer instante del detenerse hasta el último del último clavo, padecemos aquello de que toda obra arquitectónica es con una dimensión demás. Pues el modo a través del cual los enmarcamientos son fieles al tamaño, es porque ellos dan cuenta de esa dimensión demás. Una dimensión anterior a la vertical, a la horizontal y, por lo tanto, a la diagonal.

Sólo deteniéndose y edificando con una tal herida incicatrizable es que las horizontales, las verticales y las diagonales adquieren su cantidad. Las cantidades que corresponden a la cantidad de pasos que abren el tamaño de la obra. Hay en esta herida incicatrizable de una dimensión de más, un ascender de lo múltiple a lo único. De llegarse de dos, lo múltiple, a uno, lo único. Tal no poder permanecer en el dos y no poder llegar al uno, es lo que trae la unidad a la obra. La unidad no es algo ni dejable de lado ni alcanzable, pues es lo gratuito. El hombre sólo puede construir gratuitamente su casa. Porque habitar es construir lo gratuito. No como el pájaro que sólo puede edificar su único nido.

Antes de terminar –y está demás señalarlo– las fotografías que ahora se incluyen sólo pueden dar cuenta de los enmarcamientos. Repárese que no se da cuenta de las diferencias entre las obras, por ejemplo. Vale decir, de los distintos pasos dados al ser allí detenidos por la palabra poética.

  • Tipo de Referencia: Papel
  • Título: Ciudad Abierta
  • Autor: Alberto Cruz C.
  • Ciudad: Valparaíso
  • Año: Noviembre 1984
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