enero 17, 2012

Carta al Taller de Amereida

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Carta al Taller de Amereida

Hay que creer —a sabiendas— que la incredulidad nos come vivos, que el intento de comprender las cimas y los abismos de nuestra existencia a través de la creación de mitos, cuentos, y poemas es fidedigna expresión de nuestra silenciosa condición, la bien o mal llamada «condición humana».

Y, por lo mismo, pareciera que también hay que creer —a pie juntillas— que de antemano contamos con el don, la gracia, y el coraje necesario para emprender esta aventura llena de encrucijadas, de pasos, y paradojas que nos van saliendo al camino irremediablemente —tantas veces— nublando nuestro entendimiento.

Sí, somos nosotros los constructores de nuestras propias leyendas, de los puentes entre el aquí y el allá. Sí, somos los únicos capaces de recrear, reapasionar, reencantar  —cada vez— «el inabarcable horizonte de la realidad». Los únicos llamados a la palabra, aquel milagro que hace parir a la escurridiza realidad en cuento… cuentos y relatos para ser contados mil y una vez hasta que las velas no ardan…

Entonces…

¿Cómo no fascinarse con ese… «había una vez en un remoto rincón perdido en la montaña, un…»?

¿Cómo no amar el recuerdo de ese instante en que nuestros padres comenzaban a relatar las aventuras de la familia, de los ancestros… y poquito a poco empezaban a aparecer los personajes bajo la forma encantada del mito: esa singular manera que nos da el coraje para asomarnos atrevidamente al pasado y, de súbito, traerlo de lleno al presente? Es así, no de otra manera, que el pasado imaginado se ilumina luego de su larga espera, y aparece.

Así es como se presenta, dicho en la gracia de la palabra, y recreado las más de las veces en el dibujo para que nuestros ojos lo vean.

Entonces…

¿Como no alegrarnos ante la fiesta que nos rodea de nuevas presencias de la ausencia, del éxtasis arrobador que viene a recordarnos que el tiempo, al menos en palabra y dibujo, se pone de nuestra parte y nos consuela?

 

Carlos Covarrubias

Enero 2012