diciembre 28, 2011

Heredamos el espacio abstracto presente hasta hoy en la regularidad.

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El Partenón en el Acrópolis de Atenas, Grecia.

A un costado de la admirable ruina nos encontramos con un fragmento de una columna, de una obra que no llegó a erigirse según la advertencia de un arqueólogo al que se la mencionamos.

El fragmento es la base de una columna cuyo diámetro es de dos metros, un tamaño alejado de las dimensiones domésticas a las que estamos habituados para un trozo de piedra monolítica.

Estamos ante una arquitectura que ha llegado a la piedra que es la materia perdurable; la energía que se le ha aplicado para obtener una forma la hace permanecer en el tiempo. Es un volumen esculpido en la piedra.

Quiero conocer las dimensiones con las que está construida esta piedra luminosa y mido la acanaladura: la cuerda del arco de ella es de 298 milímetros ( 11,73228 pulgadas), aplico la medida a unas cinco acanaladuras y no logro percibir un milímetro de diferencia entre una y otra.

Me digo esto no es una casualidad aquí hay una intención, es un logro constructivo. Una parte del tambor de la columna está enterrado bajo el suelo por lo que conjeturo que son 20 acanaladuras; en los 360º del círculo dividido por veinte entrega un ángulo de 18º para cada una.

Aquí hay una estrategia geométrica, una estrategia de trazado y luego una estrategia para esculpirla. Estrategias todas con las que no contamos en este minuto como argumento y discurso pero que sin duda están plasmadas en la piedra.

Lo que produce admiración es el límite en el que se sitúa el obrar que en este caso es el límite de lo visible, a ojo desnudo que no se perciban variaciones. Es una concepción de la obra concebida en el límite de la visibilidad en una perfección concebida como regularidad. La regularidad como un límite artificial conseguido por la destreza humana palmo a palmo. Somos herederos del espacio abstracto, de su regularidad alcanzada, aunque hoy no lo notemos por el retiro de la arquitectura para ser habitada.

 

English version by Mary Ann Steane.

We inherit abstract space, present today in regularity

 

The Parthenon at the Acropolis of Athens, Greece.

To one side of the admirable ruin we find a fragment of a column, of a work that was never built according to the words of an archaeologist to which we are referred.

The fragment is the base of a column whose diameter is of two metres, a scale for a monolithic piece of stone distinct from those domestic dimensions to which we are accustomed.

We stand before an architecture that has arrived at the stone that is the material that endures; the energy that was applied to obtain a form makes it last over time. It is a volume sculpted in stone.

I wish to know the dimensions with which this luminous stone was constructed and measure the groove: the chord of its arc is 298 mm (11.73228 inches), I apply the measure to about five grooves and I cannot perceive a millimeter of difference between one and another.

I say to myself this is no accident, there is an intention here, an achievement of construction. A part of the drum of the column is buried  below the ground so I guess there are 20 grooves; the 360 degrees of a circle divided by 20 gives each one an angle of 18 degrees.

Here there is a geometric strategy, a strategy of outline and then a strategy to sculpt it. All strategies which we do not count on at this moment as argument and discourse but that are certainly reflected in the stone.

What produces admiration is the limit at which such working is situated that in this case is the limit of the visible, the naked eye that does not perceive variations. It is a conception of the work conceived in the limit of visibility, in a perfection conceived as regularity.  Regularity as an artificial limit achieved by human skill inch by inch.  We are heirs of abstract space, of the regularity it achieves, although today we do not notice it as a result of the withdrawal of architecture that is to be inhabited.