octubre 5, 2010

Clase 3 Trimestre III 2010

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Manuel Sanfuentes

Voy leyendo cada vez como un continuo, tratando de reflexionar acerca del presente que nos acontece como escuela. Quisiera avanzar a propósito de las travesías y del acto de San Francisco, y cómo se nos viene esta situación de tener a éste como patrono; qué nos traen todas estas dimensiones que se hacen presente cada vez y cada año.

Voy a partir con unas notas, del mismo San Francisco, unos textos que se llaman Admoniciones, uno que dice «Que el Buen Obrar Siga a la Ciencia»:

“Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu vivifica (2 Cor 3,6). Son matados por la letra aquellos que únicamente desean saber las palabras solas, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que dar a consanguíneos y amigos. Y son matados por la letra aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino que desean más bien saber únicamente las palabras e interpretarlas para los otros. Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que, con la palabra y el ejemplo, la devuelven al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien.”

Este vínculo entre la palabra y el espíritu que reconoce en este último, la trascendencia de una mera significación, podríamos decir que es un imperativo de que a la palabra le corresponde o conlleva una carga de sentidos que excede la capacidad nominativa del vocablo.

La palabra habla en una disyunción que la descoloca de su rol representativo, para llevarla al dominio del sentido, donde son las resonancias las que conducen a ese espíritu abierto y desconocido que llama a las cosas.

La palabra poética se constituye como una llamada, en el sentido que construye lo otro y lo que está afuera, pero que se dice desde dentro. Por ello la palabra nos ha hablado de un origen y un destino, por cuanto ella, mas allá de la historia, abarca todo el espesor de lo que entendemos por humanidad.

La historia del hombre, tal vez la historia misma, nace o principia a partir de esa capacidad de nominación, de llamar a las cosas por un nombre, que es el modo de mostrarse del espíritu de las cosas. Tomar la palabra con esa “suspicacia”, reconociendo su impropiedad, es lo que nos ha permitido hablar del desprendimiento, la pobreza voluntaria abrazada por San Francisco –y por otros también–, es un acto en que el cuerpo y el espíritu se vacían, para dejar aparecer y habitar el espacio pleno de la naturaleza humana en el mundo y no en su representación.

¿Como una cosa tan poca, al lado de las grandes espectacularidades del mundo moderno ha podido constituirse como una firme postura que conduce a la construcción de todo? Se trata de un ethos que confiere una ética, una ética para el oficio, una suerte de fidelidad al vacío o al desconocido que la poesía nos a presentado aquí. Nuestro comportamiento, mas allá de las efemérides, obedece a ese ir de acto en acto, celebrando el hecho de que la palabra y la acción ya no riman, porque el espíritu no reside en las cosas, sino en el modo que tenemos de abordarlas, no para hacerlas propias, sino para verlas en la transparencia de su aparecer.

El ejercicio del oficio no es una religiosidad, tampoco para la poesía, el dios que yace como un desconocido y que es cantado por la poesía como un más allá, no es privilegio de un determinado grupo humano, sino que es el reconocimiento de ese espacio que media entre la palabra y su más allá, es el Don del Poema [1]Me refiero al poema titulado «Don du Poème» de Mallarmé, Vers et Prose, 1893. se señala Mallarmé.

El oficio, la arquitectura y los diseños, tienen aquí la posibilidad de contribuir no sólo a las formas expresivas de su quehacer, sino también de contribuir a la construcción del estudio de nuestro tiempo, nuestro presente. La modernidad en realidad es un reconocimiento profundo del espíritu de los tiempo: mecanización, industria, multitud, velocidad. Todo ello en la tradición del devenir del hombre y su estar en el mundo; ya Rimbaud nos advertía de este porvenir materialista, «ya lo ve usted», y podríamos decir carente de cuerpo, vagando entre las proposiciones que seducen nuestro tiempo a través de las imágenes, que no muestran más que lo mismo, una suerte de reflejo adiestrado, narciso.

La vocación por el otro, que cobra forma a través de la hospitalidad, el sentido del «yo es otro» y la decidida construcción de un todos que da forma a un nosotros, nos viene pues de un profundo acto de desprendimiento de, exactamente, aquello que se tiene como sabido. Para volver a no saber, la poesía nos deja mudos pero no nos quita la palabra que nombra lo que hacemos; lo que sucede es que la poesía habla en esa distancia entre el mundo y lo llamado, entre las palabras y las cosas. Pues es en esa distancia donde lo desconocido tiene presencia, ahí donde acontece y se da el espíritu de la letra.

Bien, en las travesías esta distancia cobra una extensión continental y se vuelve también una cuestión americana de escala; el desconocido se vuelve territorial y geográfico, y la obra de travesía es signo y palabra de esa distancia, que el oficio ha de abordar como una máxima de su quehacer. La travesía tendría una suerte de grandor en lo leve, en cuanto debe pensar lo mayor a partir de la minucia de un gesto observado que tiende a ese más allá o ha-lugar del continente americano. Pues no somos americanos por haber nacido aquí, más bien lo somos desde esa ética que distingue diferencia y distancia desde lo que el mundo llama descubrimiento y nosotros hemos vislumbrado como un hallazgo, ese es nuestro don del poema y nuestro regalo.

Carlos Covarrubias

Una gran bienvenida nos dio ayer la arena, en Ciudad Abierta, en el acto de San Francisco. Voy a tratar de ser lo más coherente posible, con lo que acaba de contarnos Manuel Sanfuentes, lo más coherente posible. Esto que está en la palabra. Esto que está en el mar.

San Francisco tenía un ojo a la belleza. A aquello que esplende porque puede tal como es. Por eso que ese sencillo ojo lo hacía cantar la evidencia del ocaso, la evidencia del astro rey del sol, la luna. La videncia de la muerte, la hermana muerte. Tenía ese don, este pequeñito San Francisco, quiso ser nuevamente hermano, hermano en el sentido horizontal. Mis hermanos, estamos todos, pares, en el mismo rango, en el mismo nivel ante el poderoso mundo.

Es por eso que la invitación al acto era franciscana. A la belleza le fue concedida la suerte de ser la más claramente visible. Palabra, la belleza. Francisco cantó las estrellas, cantó el lucero de la tarde, que ustedes bien saben es el lucero del amanecer. Lo que pasa que no lo vemos porque es una luz. Y este lucero del amanecer, la primera estrella que aparece en la mañana, es el mismo lucero que en la tarde va y se esconde. Ustedes saben que en Europa es al revés; el lucero aparece por el mar. Ahí toda la imaginación, es decir aquello que está en la imagen, hace aparecer a Venus. Venus aparece en una concha de mar, naciendo. Poiesis, de la imagen es tomada con fuerza por Boticelli. Él está en Florencia, y tiene una fuerte relación con América. Boticelli como todo ser que tiene en la manía de loco esta absoluta proximidad con la belleza, y busca, pinta, el nacimiento de Venus. Ustedes saben que el lucero de la tarde es también llamado Venus, Venus que también es afrodita, y afrodita es también la belleza.

Luz de la tarde, Venus, Afrodita, BELLEZA.

Boticelli que tiene su ojo educado al trazo (ese hermano trazo que nos trajo Manuel San Fuentes ayer cuando estábamos en círculo, ese que hizo con su mano de diseñador, poeta, y que queda para nosotros como el hermano trazo), pinta con éste a “Venus”. ¿De dónde saca el modelo de Venus? Sabemos que la más extensa de todas las Venus está en todas partes en los malls, en los pasos, en todos los dibujos, es de una gracia, orgullosa y original. Boticelli la pinta, y toma como modelo a Simonetta de Vespucio. Simonetta era una mujer Florentina de una belleza a toda vista… clara, absoluta, belleza de la vida. Boticelli la toma como su modelo, y con ella representa en la imagen con el trazo a Venus, ves la misma Simonetta con su belleza natural que Boticelli, la lleva a la imagen.

Simonetta de Vespucio era pariente de Américo. Como su belleza esplendía en la época, en Italia, el hombre más poderoso de Florencia, el famoso Lorenzo de Médici. Mecenas de todas las aventuras de la época y mecenas de Américo vespucio, que a través de su poder puede hacer este viaje ignoto desde Europa. Américo recorre en su nave esta isla no dibujada, hasta que llega a un punto en que dice, “esto no es una isla… esto es un continente…”

Y Américo Vespucio hace también el acto de ver lo que hay que ver tal como es, no quiere traer pasado como le paso a Marco polo, el quiere “ver lo que hay que ver tal como hay que verlo”. Y como lo hace así después de un largo recorrido acepta que ahí hay algo desconocido y distinto a la famosa islita que buscaba Colon allá en el oriente. Acepta el desconocido, porque abre los ojos tal como hay que abrirlos.

Ustedes en el taller pasaron esa preciosa carta que le manda Américo de Vespucio a Lorenzo de Médici, en la cuál le relata este hallazgo que ha llevado a cabo. Y es la primera forma que hay. Y llega aquí el mito: Don Lorenzo de Médici con todo su poder, y autores que posibilitan la travesía de Américo Vespucio, ofrecen llamar a este continente con un nombre (no América sino:) “Américo”. Y América, en la memoria que tenia Lorenzo de Médici de Simonetta de Vespucio, y de la Venus de Boticelli y de la gracia que tuvo en ese momento en la historia, presente por algún tiempo. Simonetta de Vespucio murió joven, vivió solo 22 años. Y fue luz de pintores, luz de mecenas, luz de muchos. Exclusivamente por su belleza clara, cristalina, tan clara como lo es el lucero de la noche.

Y entonces como estamos prontos a partir, a partir una vez mas para palpar el presente de lo leve es que partimos a recorrer América, vamos tranquilos, en paz con el hermano trazo, que ayer recogimos, y con la hermana belleza. “Vamos en paz”.

Podemos llevar a cabo muchos actos, muchos actos con este aparecer, tan inmediato, tan inequívoco como algunas cosas que nos han sido dadas, y que nosotros llevamos bajo el nombre del taller… la simple y llana belleza del hombre.

References

References
1 Me refiero al poema titulado «Don du Poème» de Mallarmé, Vers et Prose, 1893.