mayo 3, 2005

Acto de Bienvenida a la Cultura del Cuerpo

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Cada miércoles la Cultura del Cuerpo se inicia con un sencillo acto de bienvenida a la Ciudad Abierta. Es la instancia en que nos saludamos a través de la palabra poética, y así abrimos el tiempo del juego. Este trimestre, además de los poemas hechos por todos al pie de la duna, hemos estado leyendo “El Canto de Amor y Muerte del Corneta Cristóbal Rilke” del poeta alemán Rainer Maria Rilke.

Esta vez nos reunimos en la Hospedería del Taller de Obra; todos sentados abajo en las arenas para oir y los poetas junto a algunos alumnos dentro de la Hospedería para decir y leer. Esta vez nuestro saludo poético fue en honor de Manuela, a quien aún no conocemos. Ella debe tener unos 5 meses de vida y se supone que llegará a habitar esta hospedería, cuando esté terminada y cuando vuelva de Barcelona junto a sus padres David Luza y Teresa Fernández.

Fragmento leído:

 «Descanso! Ser huésped una vez. No siempre atender uno mismo sus apetencias con mezquina ración. No siempre tomarlo todo de modo hostil; dejar por una vez que todo transcurra y saber: lo que acontece es bueno. También el ánimo tiene que distenderse alguna vez y replegarse sobre sí mismo al borde de sábanas de seda. No siempre ser soldado. Por una vez llevar los rizos sueltos y abierto el ancho cuello y sentarse en sillones satinados y sentirse, hasta la punta de los dedos, como después del baño. Y empezar a saber de nuevo qué son las mujeres. Y qué hacen las de blanco y qué son las de azul; qué manos tienen, cómo cantan su risa, cuando rubios muchachos traen las hermosas fuentes pesadas de fruta jugosa.

Como una comida empezó. Y se convirtió en fiesta, apenas se sabe cómo. Las altas llamas tremolaban, las voces vibraban, confusas canciones resonaban en los cristales y los destellos, y al fin, de los ritmos madurados, brotó la danza. Y a todos arrastró. Era un batir de olas en los salones, un encontrarse y elegirse, un despedirse y reencontrarse, un embriagarse de luz y un deslumbrarse y un mecerse en las brisas de verano que discurren en los vestidos de las ardientes mujeres.

Del vino oscuro y de mil rosas la hora susurrante fluye en el sueño de la noche.

 

Y uno está ahí contemplando asombrado esta maravilla.

Y de tal manera que se pregunta si va a despertarse.

Porque sólo en sueños se ve tal esplendor y tales fiestas, y estas mujeres: su más leve ademán inicia un pliegue que desciende por el brocado. Entretejen horas con plateados diálogos y a veces alzan las manos así – y debes pensar que en algún donde tú no alcanzas, cortan suaves rosas que tú no ves. Y entonces sueñas: Estar adornado con ellas y ser feliz de otra manera y merecer una corona para tu frente que está desnuda.

Uno, vestido de seda blanca, reconoce que no puede despertar, porque está despierto y desconcertado por la realidad. Huye pues atemorizado hacia el sueño y permanece en el parque solitario, en el parque oscuro. Y la fiesta está lejos. Y la luz miente. Y la noche lo rodea y es fresca. Y pregunta a una mujer que hacia él se inclina.

“¿Eres tú la noche?”

Ella sonríe

Y él se avergüenza entonces de su vestidura blanca.

Y querría estar lejos y solo y armado.

Completamente armado.

Has olvidado que eres mi paje por este día? ¿Me abandonas?

¿A dónde vas? “Tu vestidura blanca me da derecho sobre ti”.

¿Echas de menos tu burda casaca?

¿Tiemblas de frío? ¿Sientes nostalgia?

La Condesa sonríe.

No. Es solo porque la niñez acaba de desprendérsele de los hombros, suave vestido oscuro. ¿Quién se lo ha llevado? ¿Tú? se pregunta con una voz que nunca antes se había oído. “¡Tú!”

Y ahora nada lo cubre. Y está desnudo como un santo.

Claro y esbelto.

Lentamente se apaga el castillo. Todos están agobiados: cansados o enamorados o borrachos. Después de tantas vacías y largas noches de campaña: camas. Anchas camas de encina. Allí se reza de modo distinto que en los miserables surcos del camino, los cuales, al querer uno dormirse en ellos, son como una tumba.

“Señor Dios, hágase tu voluntad”

Son más cortas las oraciones en el lecho.

El aposento de la torre está oscuro.

Pero ellos se alumbran el rostro con sus sonrisas. Van tanteando delante de sí como ciegos y encuentran al otro como una puerta. Casi como niños, que tienen miedo de la noche, se estrechan uno contra otro. Y sin embargo no tienen miedo. Nada hay que esté contra ellos: ni el ayer, ni el mañana, pues el tiempo se ha derrumbado. Y ellos florecen de sus propias ruinas.

El no pregunta ¿”Tu esposo”?

Ella no pregunta: “¿Tu nombre?”

Se han encontrado, para ser el uno para el otro una nueva estirpe. Se darán cien nombres nuevos y se los volverán a quitar recíprocamente todos, con suavidad, como se quita un pendiente.

En la antecámara, sobre un sillón, cuelga la casaca, la bandolera y la capa del de Langenau. Sus guantes están tirados en el suelo. Su bandera se mantiene rígida, apoyada en el crucero de la ventana. Es negra y angosta. Afuera galopa una tormenta a través del cielo y hace la noche pedazos blancos y negros. El claro de la luna pasa como un largo relámpago y la bandera inmóvil tiene sombras inquietas.

Sueña.»

 

Se presenta el poema completo en PDF:

El Canto de Amor y Muerte del Corneta Cristóbal Rilke

 

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