junio 23, 2004

Clase 3. Trimestre I / 2004

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Carta.

«Sabrá usted, que aquello comenzó a diez y siete dias del mes de Junio de mil y quinientos y veintisiete, cuando partimos del Puerto de San Lúcar de Barrameda, mandados de vuestra majestad para conquistar y gobernar el cabo de la Florida. Con la armada de cnco navíos llevábamos seiscientos hombres, yo Cabeza de Vaca, por tesorero y alguacil mayor.

Toda la aventura por Gloria de nuestro Señor resultó extraña si usted quiere, por toda la peripecia acaecida. Todo el mundo sabe que naufraganos y que los pocos y desperdigados sobrevivientes anduvimos extraviados muchos meses, hasta que estuve solo sin cristiana compañía. Sufrí hambrunas que no se pueden volver a contar, caminé dieciochomil kilómetros desnudo ya no en busca ni del oro ni de la gloria, sino sólo apenas intentando hallar algún signo de neustro Señor Salvador. Fui esclavo de indios paganos que apenas me vestían o me daban porquerías para comer. Durante mucho tiempo no pude escapar dellos porque no podía valerme de mi siquiera para comer en aquellas ciénagas, selvas y desiertos. Pero luego me convertí en médico y anduve curando a los enfermos de los poblados y las tribus. Y fui personaje muy respetado. Pero todas las atenciones bárbaras y paganas no disminuyeron la soledad que tantas veces me empujó hacia la locura. Sólo la eterna misericordia de nuestro Señor pudo tenerme despierto aún cuando ya no existían las esperanzas. Nunca vi otro oro más que aquel soñado malamente en noches de fiebres mortales ni tuve otra familia que esos amos del infierno. Tampoco conquisté tierra alguna y, lo que es lo peor de todo, no pude convertir a ningún salvaje a ver la luz divina de Dios. En todo ese tiempo hallé tantas lenguas que que no aprendí más comunicación que unas cuantas palabras ni pude tampoco hacerme entender más allá que los elementales signos que apenas reconocería un hombre civilizado.

Diez años transcurrieron desde el naufragio hasta que hallé cristianos otra vez. Diez años que yo no sabía cuántos eran hasta que el capitán dellos me dio la fecha feliz.

Pero ya ve usted, me volví a embarcar en capitulación de su Majestad Carlos V como gobernador, adelantado y capitán general del Río de la Plata…»

Dejo ahora una pregunta. ¿Por qué Alvar Nuñez Cabeza de Vaca volvió a embarcarse después de todo esto?

} Manuel F. Sanfuentes

Recitado poético
en prosas discursivas
a propósito de la lengua
el castellano
y la disyunción amereidiana

Menester decir está, no en vano, que dar dictados desta forma a viva voz y discurriendo Nuevo Mundo por el nuestro, o poesías que enaltecen nuestra ánima, es parecer que el libro es este mismo ejercitarse juglaresco.

Cada página leída es una hojeada; una pública impresión donde el poema en vez de que en la pupila se dibujarse, se graba en el pensiero como una corazonada; no todo ciertamente, sino algo que gravita y no decae y se enaltece puesto que hay las chances de aquí tomar por pendenciero lo que podría ser una buena obra.

Admitido ya que no se es del todo, sino una parte en cumplimiento, como un príncipe que se prepara para su reinado. Siguiendo así admito por segundo que sí del todo la lengua madre en uno habita como un discreto murmurar.

La España, castellanías, extremeños, hispanidades, sonetos, redondillas, letrillas, epigramas, romances, canciones, tercetos, florecillas… soledades:

LVIII
1585

Escuchadme un rato atentos,
codiciosos noveleros,
pagadme de estas verdades
los portes en el silencio.
Del Nuevo Mundo os diré
las cosas que me escribieron
en las zabras, que allegaron
cuatro amigos chichumecos.
Dicen que es allá la tierra
lo que por acá es el suelo,
muy abundante de minas
porque lo es de conejos.
Que andaban los naturales
desnudos por los desiertos,
pero que ya andan vestidos,
si no es el que se anda en cueros.
Que comían carne cruda,
pero que ya en este tiempo
la cuecen y asan todos,
si no es el mujeriego.
Que no hay zorras en ayunas,
y que hay monas en bebiendo,
y que hay micos que preguntan:
“¿Véseme el rabo de lejos?”
Que hay unos gamos abades,
y unos bien casados ciervos,
según picos de bonetes,
y garcetas de sombrero.
Que hay unos fieros leones,
digo fieros, por sus fieros;
que son leones de piedra
desatados en sus hechos.
Que hay unas hermosas grullas,
que darán por vos el sueño
si les ocupáis las manos
con un diamante de precio.
Que hay también unas cigüeñas
que anidan en monasterios,
largas por eso de pico,
y de honrar torres de viento.
Que hay unas bellas picazas
vestidas de blanco y negro
cuya música es palabras,
y cuyo manjar es necios.
Que hay unas gatas que logran
lo mejor de sus eneros
con gatos de refitorios
y con gatos de dineros.
Que hay unas tigres que dan
con manos de vara, y menos,
tal bofetón a una bolsa,
que escupe las muelas luego.
Que andan unos avestruces
que saben digerir hierros
de hijas, y de mujeres;
¡oh, qué estómagos tan buenos!
Que hay unas vides que abrazan
unos ricos olmos viejos,
porque sustentas sus ramas
sus cudiciosos sarmientos.
Que hay en aquellas dehesas
un toro… Mas luego vuelvo,
y quédese mi palabra
empeñada en el silencio. (1)

Es que la lengua funda en uno su nación, su continente, su propiedad, su arsenal de habladurías y dicientes verdaderas.

¿No traían los españoles la palabra del Rey?; traían la palabra que era ley, y las escrituras que eran la regla; una para dirigir y la otra para insistir, persistir.

Trajeron entonces la instrucción; de la A a la Z el alfabeto se dibujaba en los rostros como una ganancia; fuimos letrados.

Lenguas se les llamaba también a los indios letrados en el español y servían a los conquistadores de traductores. Hablar en lenguas tiene algo de ininteligible y a la vez iluminado.

Habrá, que sin distraernos, los sentidos abordarnos una vasta significación; siquiera un enunciado, pero que no nos devuelva sino que nos mande donde no reposa el equilibrio, donde el factor que consolida se deshace y requiere un nuevo parangón, una belleza más compleja, una letra encima de otra, una boca emancipada y un oído perentorio.

Las nuevas interfases del conocimiento apuntan a perfilar los lindes de esa complejidad. Digamos que hay un acumulado, un acervo que funda un contingente y que su modo de exponerse es distinto a su fundarse, pero es igual en la constitución de su lenguaje; es decir, la lengua no varía en cuanto a su contenido, más aún, el paso del tiempo la consolida como base de un planteamiento, por ejemplo, cuando Amereida dice que “no fue el hallazgo ajeno a los descubrimientos”.

Se parte de una premisa; la palabra dice, la lengua permite; entonces es distinto el descubrimiento al hallazgo. Hablamos pues del hallazgo como una partida, eso nos lleva a la gratuidad, al regalo, al desprendimiento, a San Francisco…

Este decir de las sentencias permite el encadenamiento que hago, este avance de connotaciones; tales premisas nos llevan al camino del lector, de aquel que toma de aquí y por allá.

Algunos autores han advertido a sus lectores de la naturaleza y constitución de sus escritos y también han percibido que los lectores hoy proceden diferentes; seleccionan, saltan, omiten, retroceden; la novela como género podría (desaparecer) perder su capacidad de retener.

El autor es hoy conciente del lector, sabe que le está leyendo ahora; sabe que debe conquistarlo y mantenerlo en la fruición atemporal que el lector solicita para ser seducido.

He partido acusando esto mismo, de cómo esto –podríamos decir- se da de leer y se sostiene en el aire entre mi boca y vuestros oídos. En realidad no es una seducción sino una exposición que venga al caso.

Poesía ha de sostenerse; este modo de ser público tiene en cierta medida una semejanza con la edición, estas notas del taller son la primera edición de un libro abierto.

Si me preguntáis por mis libros… aquí los háis oído, los habéis tenido como quien admite al juglar en sus comarcas y aguarde que le cante su contingencia y extravagancia.

La residencia del juglar está en sus oidores, en su lenguaje que transmite un hablar edificado.

Notas

1. Obras Completas
Luis de Góngora
Pg. 117-118-119.
El Ateneo Editorial
Buenos Aires, 1955.